Yo no era más que una niña sentada a orillas del río.
Con los pies colgando del puente, sumergidos en el agua helada, me entretenía recordando los vestidos pomposos de las elegantes mujeres que habían pasado frente a mí aquella mañana.
Apenas había salido el sol tibio de invierno cuando pasaron, una tras otra, con ese olorcillo sutil a talco y almidón que tienen las mujeres ricas. No eran muchas las que quedaban por aquellos días, la guerra todo lo había devastado, tanto las ciudades como los ánimos.
Se paseaban como pavos reales, inflados y coloridos mientras dura el aliento; luego, pasada la impresión inicial, quedaba a la vista simples mujeres caminando con su pena a cuestas. Habían perdido todo, hijos, maridos, hermanos y novios en la amarga guerra que no daba tregua. Sólo hoy comprendo que cuanto más difícil les resultaban sonreír y continuar viviendo, más urgente era para ellas.
Solía sentarme al borde del río, a un costado de la entrada del cuartel; allí esperaba por encargo de mamá al hombre que la guerra nos había alejado.
Menuda e insignificante como era en aquellos años, me pareció que no se percató de mi presencia al pasar por mi lado. Venía con expresión de novedad en la mirada, como la de un niño frente a algo por primera vez. De pronto, al ver las alamedas que saludaban a su paso al caminante, su cara cambió. Era como si en el fondo de los ojos asombrados una chispa de pertenencia se encendiera.
Llevaba mucho rato pescando piedras y empezaba a aburrirme de la espera estéril de algún mensajero con noticias de papá. Apareció entonces el caminante con su paso firme, los hombros altos, el cuerpo erguido, pero la mirada… la mirada mostraba un cansancio que agradecía estar de regreso a lo conocido.
Ví como entraba al cuartel y su semblante cambiaba al instante, fue como si no entendiera lo que tenía frente sí. El salón vacío, en la pared la lista con desaparecidos y muertos por todo adorno, nada de lo que recordaba de otras épocas.
Se acercó a la ventana y le pareció ver brillar los hermosos jardines del pasado, ahora convertidos en simple hierba. Sus ojos se turbaron frente a lo que vieron y, de pronto, el hombre imponente que parecía inquebrantable, dejó caer sus hombros bajo el peso inesperado de la sorpresa. Lloró.
Sólo entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Me acerqué despacio para no asustarlo, la ilusión latiendo impaciente, había practicado ese momento mil veces en la imaginación.
- Vete, no conoces lo que busco.- musitó sin mirarme.
Me alejé callada, el recién llegado no sabía cuanto habían cambiado las cosas desde que había empezado la guerra.
Tampoco él supo conocer a quien buscaba cuando la tuvo frente a sí.