viernes, 25 de mayo de 2007

Forastero


Yo no era más que una niña sentada a orillas del río.

Con los pies colgando del puente, sumergidos en el agua helada, me entretenía recordando los vestidos pomposos de las elegantes mujeres que habían pasado frente a mí aquella mañana.
Apenas había salido el sol tibio de invierno cuando pasaron, una tras otra, con ese olorcillo sutil a talco y almidón que tienen las mujeres ricas. No eran muchas las que quedaban por aquellos días, la guerra todo lo había devastado, tanto las ciudades como los ánimos.

Se paseaban como pavos reales, inflados y coloridos mientras dura el aliento; luego, pasada la impresión inicial, quedaba a la vista simples mujeres caminando con su pena a cuestas. Habían perdido todo, hijos, maridos, hermanos y novios en la amarga guerra que no daba tregua. Sólo hoy comprendo que cuanto más difícil les resultaban sonreír y continuar viviendo, más urgente era para ellas.
Solía sentarme al borde del río, a un costado de la entrada del cuartel; allí esperaba por encargo de mamá al hombre que la guerra nos había alejado.

Menuda e insignificante como era en aquellos años, me pareció que no se percató de mi presencia al pasar por mi lado. Venía con expresión de novedad en la mirada, como la de un niño frente a algo por primera vez. De pronto, al ver las alamedas que saludaban a su paso al caminante, su cara cambió. Era como si en el fondo de los ojos asombrados una chispa de pertenencia se encendiera.
Llevaba mucho rato pescando piedras y empezaba a aburrirme de la espera estéril de algún mensajero con noticias de papá. Apareció entonces el caminante con su paso firme, los hombros altos, el cuerpo erguido, pero la mirada… la mirada mostraba un cansancio que agradecía estar de regreso a lo conocido.
Ví como entraba al cuartel y su semblante cambiaba al instante, fue como si no entendiera lo que tenía frente sí. El salón vacío, en la pared la lista con desaparecidos y muertos por todo adorno, nada de lo que recordaba de otras épocas.
Se acercó a la ventana y le pareció ver brillar los hermosos jardines del pasado, ahora convertidos en simple hierba. Sus ojos se turbaron frente a lo que vieron y, de pronto, el hombre imponente que parecía inquebrantable, dejó caer sus hombros bajo el peso inesperado de la sorpresa. Lloró.
Sólo entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Me acerqué despacio para no asustarlo, la ilusión latiendo impaciente, había practicado ese momento mil veces en la imaginación.
- Vete, no conoces lo que busco.- musitó sin mirarme.
Me alejé callada, el recién llegado no sabía cuanto habían cambiado las cosas desde que había empezado la guerra.

Tampoco él supo conocer a quien buscaba cuando la tuvo frente a sí.

sábado, 19 de mayo de 2007

La impopular...

Ponerse el pijama de palo, irse pal patio de los callados, parar la chala...todos sinónimos para un tema muy poco popular en nuestros tiempos, la muerte. Y como tal, se evita. Y es que , ¿en qué reunión social, después del postre y con un cigarrillo en mano, los comensales comentan lo apabullante que resulta pensar en el destino final?
En una sociedad donde todo lo que huela, se vea u oiga mal es eliminado, o en el mejor de los casos, maquillado, nos hemos acostumbrado a no sentir el dolor. Para cada "problema" hay una solución. Los olores propios del cuerpo son tapados por desodorantes y perfumes. El dolor es apaciguado rápidamente por algún analgésico, ¡no vaya a ser cosa que sintamos incomodidad por un instante! ¿ Alguna parte de su cuerpo no le gusta? Simple, el bisturí todo lo arregla.
La muerte es, curiosamente, tabú. Irrisorio pensando que hemos pregonado con tanto orgullo que somos modernos, que no tenemos temas vedados, que hablamos de todo sin ruborizarnos. Con la muerte no sucede lo mismo. La hemos convertido en un espacio silencioso y solitario, uno en que nadie entra a cuestionarse, siendo que es el único en que, tarde o temprano, todos coincidiremos...

cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer
(Coplas por la muerte de su padre, Jorge Manrique)
Piénsalo, la vida se pasa rápido.






martes, 15 de mayo de 2007

Pastel


Se sentía un sex simbol. Tenía esa actitud de rock star falsa que a nadie convence. Llegar a un lugar, mirar a lo lejos como si buscara a alguien, saludar a distancia a algún amigo imaginario y luego caminar con paso seguro y arremeter contra la primera mujer que ve.
Tenía el tostado de quienes en invierno esquían y en verano van al balneario de moda, pero que jamás dejan de estar bronceados. El pelo con la clásica “pichanguera” de moda y la sonrisa perfecta que demostraba años de adolescencia bajo el yugo de los frenillos.
Llegaba lunes a lunes, se sentaba mi lado y ponía su mochila ocupando la mitad de mi espacio. Abría el bolso, sacaba el celular y marcaba cualquier número. “¡Hola, viejo perro! ¿Cómo anda compadre?... Bien, bien, acá ocupado, la ingeniería que me quita ene tiempo, y la liga… si, si vamos primeros… ¿el fin de semana?, si, bien, el carrete no más que me tiene destruido… ya compadre, ¡chau!” Y así, semana a semana, el rito se repetía; entrar raudo, saludar a dos o tres rubias delgadas, tratar de impresionar con el celular y sus historias inventadas y sentarse-echarse en la silla de al lado mío.
Hasta el lunes pasado, que después de cuatro meses de no hablarme se vio obligado a entablar diálogo. Tras hacer la rutina completa, se paró a buscar un apunte de la clase del día y, tras percatarse de que se habían terminado, volvió a su asiento : “¡Hola! Eee...perdona, eee… los apuntes…podí leer conmigo, porfa. Es que igual, tu cachai po, yo soy el ayudante, y aunque ya sé toda esta materia de memoria, por que es el segundo año que soy el ayudante, prefiero estar con los alumnos en la clases, para que después no digan que uno no se interesa por ellos” me dijo, mientras coronaba, su impecable “introducción al galán, parte 1”, con una de esas sonrisas practicadas en el espejo tantas veces que ya son premeditadas por completo.
Había parecido un tipo perfectamente atractivo a los cánones de las rubias que saludaba en intervalos de tres o cuatro minutos al entrar, hasta que abrió su boca torpemente y terminó por constatar la teoría que elucubraba hace ya algún tiempo; no existe peor pastel que el que se esmera por no parecerlo, valiéndose de técnicas tan burdas como ufanarse de ser el ayudante, nombrar la liga de fútbol o la carrera, todo para impresionar. ¡Tan seguros los pobres que la actitud de patrón de fundo es la que los hará más atractivos!…o menos patéticos.
“¿Cómo me dijiste que te llamabas?” preguntó. “No te he dicho”, respondí. Mientras las blondas pululaba alrededor del personaje en cuestión, el galancete criollo esperaba que yo respondiera algo amable, le regalara una sonrisa o le hiciera la misma pregunta… el silencio es la mejor respuesta a veces.
La segunda hora fue bastante más amena, la materia requería bastante análisis, así es que mi compañero de banco de quedó dormido.
Al terminar la sesión, y cuando ya empezaba a oscurecer, tomé mi mochila y me preparé para irme a mi casa, feliz de irme sola en la micro vacía. Un molesto ruido perturbó mi marcha hacia el paradero; era un grupo de niñas vestidas iguales que reía con fingido entusiasmo, el fan club de mi nuevo “amigo”, que lideraba la marcha hacia un auto de grandes proporciones. Se subieron todos juntos, las reservadas féminas y el musculoso chico. En seguida se prendió la radio del vehículo a todo volumen, los vidrios bajaron y el humo de un cigarro salió por la ventana. El motor se puso en marcha y, sin necesidad de todo el estruendo que hizo, el auto retrocedió ferozmente, dejando a todos quien estábamos cerca cubiertos de polvo de pies a cabeza. Los 2 auxiliares, el profesor que esperaba micro y yo nos miramos en silecio...
Definitivamente, hay pasteles que no pasan desapercibidos.

sábado, 12 de mayo de 2007


Llega temprano, jamás se le ha visto atrasado. Entra raudo, el trabajo no puede esperar.

Como siempre, impecable. Traje italiano de corte perfecto, zapatos brillantes, ni un pelo fuera de su lugar. La argolla brillando en las manos cuidadas.

No saluda a nadie al pasar, se limita a sonreír manteniendo fija la mirada hacia adelante.

Pide el primero de la mañana. " Ana María, un cafecito, por favor". Entonces, empieza la rutina; dos de café, una sacarina, el agua bien hirviendo. Una galletita nunca está de más.


La angustia crece con cada paso que doy. Voy pasando entre los escritorios de mis compañeras, las murmuraciones se suceden. Algunas miran con pena, como si quisieran evitarme el trance; otras, con odio, quisieran estar en mi lugar, ¡ y yo que daría por poder cedérselos! Los compañeros son más evidentes, la lujuria que sale de sus ojos es prácticamente palpable, conocen la rutina, y por eso no ha faltado el que ha querido hacérmelo saber en la fotocopiadora entre susurros. Cada mañana, cada tarde... cada noche, los cafecitos para el jefe se repiten.

Ya estoy frente a la puerta, siento que me fatigo, las piernas me tiritan, las manos me sudan, los ojos están nublados. Pienso en Carlos, en los niños, en la casa que nos vamos a comprar a fin de año. Ha sido el sueño de nuestras vidas, incluso desde que pololeábamos, la casa propia... qué fácil sería que todo se viniera abajo ahora.

Toco la puerta despacito, ojalá no me escuchara y yo pudiera devolverme; regresar, sentarme en mi en mi escritorio y respirar profundo, sintiendo que por esta vez, el café se heló...

Me escuchó, aclara su garganta y oigo: "Adelante, Ana". Abro la puerta, quiero llorar. Me asomo apenas, siento desfallecer. Me hace una seña con la mano, quiero correr.

Habla por teléfono con su señora, una mujer extraorinaria, siempre nos ha regalado la ropa que le queda chica a sus niños. Ella ha puesto el pie para la casa con que soñamos, su marido... el resto.

Alcanzo a ver las fotos de sus hijos sobre el escritorio, el menor en su primer día de clases, la mayor con la madre en Europa.

Ya estoy dentro, la puerta que se cierra tras de mí.

Dos de café, una sacarina, el agua bien hirviendo.